El 3 de junio de 2001, 38 años después de su muerte, el cuerpo del “Papa Bueno” fue sacado de las catacumbas de la Basílica de San Pedro, colocado en una urna de bronce y cristal y llevado ante una multitud en la Plaza vaticana. Pero la ovación se transformó en grito -”¡Milagro, Santo!”- cuando todos vieron que Juan XXIII estaba intacto, inmune ante la fiereza de la muerte
Treinta y ocho años después de muerto, a las 9,45 del 3 de junio de 2001, hace veintiún años, su cuerpo fue colocado en una urna de bronce y cristales antibalas ultra claros: cuatrocientos cincuenta kilos en su conjunto; lo sacaron de la Basílica de San Pedro, adonde había sido sepultado en 1958, en las catacumbas vecinas a la tumba de San Pedro, en el escenario que alguna vez fue un circo romano y pasó a ser la sede de la cristiandad.
La urna, con el cuerpo del papa Juan XXIII dentro, fue colocada en un arnés con ruedas e impulsada por dieciséis empleados vaticanos; atravesó el Arco de las Campanas y la Plaza de San Pedro en medio de un silencio impresionante, que se rompió de pronto con aplausos, primero, y con gritos después: “¡Santo! ¡Milagro!” gritaban aquellas voces; sus dueños se persignaban, o caían de rodillas ante las columnas que Miguel Ángel imaginó como un gran abrazo de la Iglesia a la Humanidad.
¿Cuál era el milagro? Juan XXIII estaba intacto, entero, inmune a la fiereza de la muerte. Iba vestido con la habitual sotana blanca de los pontífices y la muceta papal de terciopelo rojo, bordada de armiño. La muceta es esa especie de capa que llega hasta los codos, con botones en la parte delantera y con la que el viento juega a menudo. También lucía el “camauro” el gorro de terciopelo rojo, también orillado con armiño, que a Juan XXIII le gustaba usar, aunque desde hacía muchos años los Papas ya no usaban. Iba calzado con unos zapatos de raso rojo, con una cruz recamada, símbolo de las sandalias del pescador de almas que había calzado San Pedro. La cara de Su Santidad había sido cubierta con una mascarilla de cera a modo de protección, que le daba a la figura cierto aire poco natural, realzaba su pronunciada nariz aguileña y en cierta forma le daba un aspecto más real, más vivo a aquel cuerpo muerto en 1958.
En el altar mayor de San Pedro, esperaba a Juan XXIII otro titán de la Iglesia, el papa Juan Pablo II que lo había consagrado beato el año anterior y ahora se aprestaba a dar la Misa de Pentecostés ante el cuerpo intacto del papa Juan. Su nombre había trascendido también los años. Después del papado de Paulo VI, Albino Luciana, el papa que reinó apenas treinta y tres días, había adoptado el nombre de Juan Pablo I como homenaje a Juan XXIII y a Pablo VI. Consagrado él también papa, el cardenal Karol Wojtyla eligió ser Juan Pablo II y abrir así un reinado de “papas juanes” que duraría cuarenta y siete años.
La Iglesia le estaba muy agradecida a Juan XXIII por la convocatoria al Concilio Vaticano II. Pero el don más preciado que había dejado era su “testimonio de santidad”. Eso dijo Juan Pablo II en su homilía: “Aquella brisa ligera –agregó en referencia al Concilio– dejó paso a un viento gallardo y ese evento conciliar tomó la forma de una renovada Pentecostés”. Debe haber sido la homilía menos percibida de Juan Pablo. La multitud estaba absorta, paralizada por el asombro del milagro. Juan XXIII estaba intacto.
Entre los paralizados por el asombro estaba el cardenal Ángelo Sodano, que fue Secretario de Estado de la Santa Sede y murió hace pocos días, el 27 de mayo, a los noventa y cinco años. Enseguida, el Vaticano explicó que al milagro no era tal. El cardenal Virgilio Noé, vicario general de la Ciudad del Vaticano, llamó a conferencia de prensa para cifrar lo sabido: el cuerpo de Juan XXIII estaba intacto, el asombro del mundo era legítimo y el del cardenal Sodano también. Pero no se trataba de un milagro: el lapso transcurrido desde su muerte era relativamente corto, el cuerpo de Juan había sido tratado especialmente, y se había conservado en tres ataúdes: dos de madera y uno de plomo.
Cuando un papa muere, sus restos son colocados en un féretro de ciprés, que se coloca luego en otro de plomo que es sellado. Los dos ataúdes se colocan luego en uno basto y simple, de olmo o de pino, para recordar al mundo que quien allí yace, era un mortal común.
El centro de la declaración del cardenal Noé estaba en su referencia al cuerpo del Papa, dicha como al pasar, que había sido “tratado especialmente”. Lo que quería decir Noé, era que el Papa había sido embalsamado.
Sodano, sin embargo, apostó más fuerte. Dijo que, pese a todo, podía haber “algo de milagroso” en la conservación del cuerpo. Y eso que Sodano sabía todos los secretos del Vaticano. El secreto del cuerpo incorrupto de Juan XXIII estaba en manos de Gennaro Goglia. En 1958, Goglia era un joven médico del Policlínico Gemelli de Roma, siempre ligado al Vaticano: fue en el Gemelli donde los médicos salvaron la vida de Juan Pablo II después de los disparos del turco Mehemet Alí Agca, en mayo de 1981. Goglia había creado en 1958 un líquido para embalsamar que daba excelentes resultados: diez litros de ese líquido fueron inyectados a Juan XXIII en su lecho de muerte, al que llegó el médico con un bidón de su líquido, un tubo largo y una aguja: “Practicamos un corte en la muñeca derecha del papa y conectamos la aguja por donde pasó el líquido. No cobré nada porque me sentí honrado de rendir un servicio importante a la Iglesia y a un santo varón como Juan XXIII”, diría en 2001 a la revista Famiglia Cristiana, ya anciano y un poco cabreado porque el reconocimiento al cuerpo del Papa se había hecho sin su presencia sabia: se enteró por la prensa.
¿Quién había sido ese hombre, un mortal común, que había sido elegido heredero de Pedro y vicario de Dios en la Tierra? Ángelo Giuseppe Roncalli había nacido el 25 de noviembre de 1881 en Sotto il Monte, Bérgamo, en plena Lombardía. Fue el cuarto hijo, de un total de catorce, de una pareja de aparceros, religiosos devotos y de vida parroquial. Ángelo entró en el seminario de Bérgamo y en 1896 fue admitido en la Orden Franciscana Seglar. Fue soldado, todavía no era sacerdote, entre 1901 y 1902, mientras estudiaba en el Pontificio Seminario Romano. Acaso ese contacto con la vida terrenal, temporal y secularizada, le haya impuesto a su carácter cierto humor socarrón y agudo, a su personalidad cierta curiosidad callejera por los prójimos más desamparados, y cierta visión de una Iglesia más cercana a un mundo que cambiaba por horas. Todo eso lo llevó a que lo bautizaran como “El Papa Bueno” durante su breve reinado de tres años.
En junio de 1903 se doctoró en Teología ante un tribunal eclesiástico que integraba, entre otros. El cardenal Eugenio Pacelli, que sería luego el Papa Pío XII y a quien sucedería Roncalli. El 10 de agosto de 1904 fue ordenado sacerdote en la preciosa basílica de Santa María del Popolo, en realidad, Santa María de Monte Santo, que se alza en la Piazza del Popolo, en Roma. Hizo una brillante carrera sacerdotal, fue sargento médico durante la Primera Guerra Mundial y luego capellán militar, hasta que el papa Benedicto XV lo nombró presidente del Consejo Central de la Obra Pontificia de la Propagación de la Fe. Destinado a Bulgaria, estrecho lazos entre las diferentes comunidades cristianas, en especial con la Iglesia Ortodoxa: reiteraría estas cualidades ya como Papa. En 1934 fue delegado apostólico para Turquía, donde introdujo la lectura del Evangelio en turco y consiguió acortar las diferencias entre la Santa Sede y las jerarquías ortodoxa y musulmana.
El papa Pío XII, aquel cardenal Pacelli que le había tomado examen sobre teología, lo nombró nuncio apostólico en Francia en diciembre de 1944. No era una casualidad. Ni un premio. Para entonces, las fuerzas aliadas ya habían liberado París y avanzaban hacia Berlín. La Navidad de ese año, en hotel de Luxemburgo y frente a la estación de trenes de la ciudad, los generales Dwight Eisenhower, George Patton y Omar Bradley brindaron por un rápido fin de la guerra: iba a llevar cuatro sangrientos meses.
Roncalli llegó a Francia con la misión de normalizar la organización de la Iglesia francesa, acusada de colaborar con las fuerzas nazis de ocupación durante cuatro largos años. Era verdad. Había ochenta y siete sacerdotes señalados, algunos eran obispos, como colaboradores del gobierno de Vichy, un teatro de títeres montado por los nazis. Después de la gestión de Roncalli, solo tres fueron removidos de sus sedes pastorales. La leyenda dice que Roncalli desplegó en Francia toda su diplomacia, su humor, su sencillez y su ausencia de formalismos.
Pío XII lo hizo Patriarca de Venecia. Y la leyenda también dice que el patriarca, en las noches, solía embarcarse en las góndolas para hablar con gondoleros, prostitutas, mendigos e indigentes. Su lema episcopal era “Obediencia y paz” y su actividad como cura era la del servicio y el perdón.
Cuando un Papa muere después de un largo papado, los cardenales reunidos en cónclave, por cierto con la ayuda del Espíritu Santo, suelen elegir a un “papa de transición”. Un sacerdote anciano, que garantice de alguna forma un papado breve, hasta que los cimientos de la Iglesia, y los de la Curia Romana vuelvan a asentarse. Sucedió en 2005, con la elección de Benedicto XVI, que tenía flamantes setenta y ocho años cuando fue entronizado, luego de los veintiséis años de papado de Juan Pablo II.
El 28 de octubre de 1958, cuando Roncalli fue elegido Papa, luego de los diecinueve años de reinado de Pío XII, estaba a punto de cumplir setenta y siete años. Sabía muy bien el porqué de su elección: “No puedo mirar demasiado lejos en el tiempo”, dijo a su secretario personal, Loris Francesco Capovilla. “Pero hemos sido llamados a poner en marcha y no a concluir”. Genio y figura. Si los cardenales, y el Espíritu Santo, esperaban un papado tranquilo y sin sobresaltos, no contaban con los planes de Dios.
Fue una elección, después de cuatro días de cónclave, que sorprendió al mundo. Eligió el nombre de Juan, que era el nombre de veintidós papas anteriores, y dio sus razones en una especie de cuidadoso manifiesto ¿político? Dijo:
“Elijo Juan, un nombre dulce para nosotros porque es el nombre de nuestro padre, querido para mí porque es el nombre de la humilde iglesia parroquial donde fui bautizado, el nombre solemne de innumerables catedrales esparcidas por todo el mundo, incluyendo nuestra propia basílica San Juan de Letrán. Veintidós Juanes de legitimidad indiscutible (que han sido papas), y casi todos tuvieron un breve pontificado. Hemos preferido ocultar la pequeñez de nuestro nombre detrás de esta magnífica sucesión de papas romanos. Amamos el nombre de Juan, porque nos recuerda a Juan el Bautista, precursor de nuestro Señor, y al otro Juan, el discípulo y evangelista, quien dijo: ‘Hijos míos, amaos los unos a los otros, amaos unos a otros porque este es el gran mandamiento de Cristo’. Tal vez podamos, tomando el nombre de esta primera serie de papas santos, tener algo de su santidad y fortaleza de espíritu, incluso, si Dios lo quiere, hasta el derramamiento de la propia sangre.”
Preveía un mundo que iba a cambiar por completo. Bajo su papado, se agudizaron las diferencias entre las potencias que se enfrentaban en la Guerra Fría, que ni fue guerra, ni fue fría; el triunfo de Fidel Castro en 1959 puso los pies de la URSS en tierra americana; nació en 1961 el muro de Berlín y Estados Unidos y Rusia hablaron sin complejos sobre una eventual guerra nuclear; en 1962 la crisis de los misiles soviéticos instalados en Cuba, que apuntaban todos a Estados Unidos, puso de nuevo a la guerra nuclear como un terrible horizonte inmediato. Todo lo vio Roncalli, ya Papa, con una clarividencia que, si no le llegaba del cielo, era fruto de su perspicacia y su claridad.
Fue el Papa que terminó con la rigidez de sus antecesores: alegre, sonriente, cálido, generoso; cambió la pompa por la sencillez, la solemnidad de sus antecesores por la espontaneidad y la franqueza, la grandeza por la humildad. El mundo lo entendió enseguida, lo bautizó “El Papa Bueno” y lo convirtió en el primer heredero de San Pedro en cautivar la pasión popular: Juan Pablo II, que lo admiraba, iba desbordar la copa muchos años después.
Como era obispo de Roma, hizo lo que sus antecesores no habían hecho: visitó todas y cada una de las parroquias de su diócesis; dos meses después de ser elegido, visitó a los chicos enfermos en los hospitales Espíritu Santo y Niño Jesús y, al día siguiente, vio a los presos de la cárcel Regina Coeli. Hoy es normal que un papa cumpla con esos requisitos indispensables: el primero en marcar la huella fue el papa Roncalli. Su primera medida de gobierno lo enfrentó con la Curia Romana: redujo los ingresos de obispos y cardenales, y algunas de sus vidas lujuriosas; igualó salarios y derechos de los trabajadores del Vaticano con los del resto de los trabajadores de Europa; endureció las normas que establecían las penas para quienes “hacían uso del Sacramento de la Penitencia para realizar acercamientos sexuales con los fieles”, y, el 25 de enero de 1959, en la Basílica de San Pablo Extramuros, anunció el XXI Concilio Ecuménico, que pasó a la historia como Concilio Vaticano II.
Ese fue el Concilio que cambió para siempre la cara de la Iglesia. Instauró una nueva forma de celebrar la liturgia, más cercana y de cara a los fieles en el caso de las misas y proclamó la naturaleza pastoral que tenía esa reunión ecuménica: renovar la Iglesia ante los nuevos tiempos, trazar caminos de unidad entre las iglesias cristianas, acercarse a un mundo que se modernizaba por horas con el ojo puesto “en los que nos une y no en lo que nos separa”. Como observadores del Concilio fueron invitados desde creyentes islámicos hasta nativos americanos y miembros de todas las iglesias cristianas: ortodoxos, anglicanos, cuáqueros y protestantes que incluían a evangélicos, metodistas y calvinistas que no se acercaban a Roma desde los tiempos delos cismas religiosos.
Juan XXIII publicó ocho encíclicas entre las que destacan dos como obras esenciales: “Mater et Magistra – Madre y maestra”, y “Pacem in Terris – Paz en la Tierra”. En “Mater et Magistra” sostuvo que la justicia y la equidad exige que los poderes públicos actúen para que las desigualdades entre desarrollo y subdesarrollo sean eliminadas o al menos disminuidas para asegurar los servicios esenciales. Reafirmó el carácter de “derecho natural” de la propiedad privada y alentó su difusión efectiva entre todas las clases sociales: “La dignidad de la persona humana exige normalmente, como fundamento natural para vivir, el derecho al uso de los bienes de la tierra, al cual corresponde la obligación fundamental de otorgar a todos, en cuanto posible sea, una propiedad privada”. Defendió el derecho de los trabajadores a sindicalizarse y la necesidad de que los salarios “estén de acuerdo con la dignidad humana del trabajador y su familia”. Sostuvo que la economía justa no dependía sólo de la abundancia y la distribución de bienes y servicios, sino que debía incluir a la persona humana como sujeto y objeto del bienestar.
“Pacem in Terris” fue su testamento político. Se publicó el 11 de abril de 1963, seis meses después de la crisis de los misiles en Cuba y de los trece días en los que el mundo caminó sobre el delgado filo de una guerra nuclear. Y apenas cincuenta y tres días de la muerte del Papa. En ella hizo una profunda reflexión sobre las condiciones que deberían imperar en el mundo para que haya una verdadera paz. “(…) La justicia, la recta razón y el sentido de la dignidad humana exigen urgentemente que cese ya la carrera de armamentos; que, de un lado y de otro, las naciones que los poseen los reduzcan simultáneamente; que se prohíban las armas atómicas; que, por último, todos los pueblos, en virtud de un acuerdo, lleguen a un desarme simultáneo, controlado por mutuas y eficaces garantías (…) En nuestra época, que se jacta de poseer la energía atómica, resulta un absurdo sostener que la guerra es un medio apto para resarcir el derecho violado”. La voz de Juan XXIII llega todavía hoy, cuando la amenaza de una guerra nuclear vuelve a sacudir a Europa del Este.
El 23 de mayo de 1963 el Vaticano anunció que el papa Juan estaba enfermo: cáncer de estómago. Capovilla, su secretario personal, dijo que se lo habían diagnosticado en septiembre del año anterior, un mes antes de la crisis de los misiles, pero que el Papa no había querido operarse porque había temido que su enfermedad hiciera desviar los objetivos del Concilio Vaticano II.
Murió el 3 de junio de 1963, cerca de las dos cincuenta de la mañana. En Buenos Aires, la Argentina no superaba todavía el millón de televisores, la noticia sacudió los informativos de la radio: fue una conmoción tal que muchas emisoras decidieron emitir música sacra.
El Papa Juan fue depositado en los grandes sarcófagos de mármol travertino que, bajo San Pedro y en las grutas vaticanas, guardan los restos de los Papas. Allí quedaron durante treinta y ocho años, hasta la mañana en la que la gente volvió a verlo, detenido en la muerte, y gritó santo y milagro. Juan XXIII había sido embalsamado. Para los fieles creyentes, estaba en un grado tan alto de conservación que excedía incluso los adelantos químicos de la época. Sus manos, afirmaron los testigos entre ellos el cardenal Sodano, sostenían una cruz, también conservada en perfecto estado.
Juan Pablo II dispuso que su cuerpo quedara expuesto a la veneración en San Pedro, bajo el altar de San Jerónimo y como una reliquia venerable. A la que había sido tumba de Juan XXIII, en las grutas vaticanas, fueron los restos de Juan Pablo II en 2005. El 5 de julio de 2013, cuatro meses después de ser entronizado, el papa Francisco firmó el decreto que autorizó la canonización de Juan XXIII y de Juan Pablo II. El 27 de abril de 2014, ambos fueron declarados santos.