Margarita aplastada

Tuve que ir al dentista de urgencia. Se me despegó la corona y estaba con un hueco en la sonrisa. Casi no la estaba usando últimamente, digo, la sonrisa.

Luego de pegarla y cobrarme cuarenta mil pesos por un poco de cemento, la odontóloga me recomendó que espere una hora para tomar mate y que en lo posible coma alimentos blandos.

Una hora, vamos a hacerla productiva.

Aproveché para ir hasta el banco y sacar la plata del alquiler de cada mes. Lo hice mientras escuchaba Half a person de The Smiths, una canción que me sensibiliza bastante. Es un día muy húmedo y pegajoso, de aquellos donde la calle está repleta de caca de perro, manchones de agua, hojas caídas y mojadas.

La dentista me dijo que este arreglo ya había cumplido su ciclo. Que me haga la idea de que tenía que ir a extracción e implante. Siempre y cuando el cuerpo no lo rechace. Todo me habla del cuerpo y la tolerancia últimamente. Ver cómo reacciona, qué siente, escucharlo, atenderlo. ¿Y la mente?

El otro día soñé con una gitana. Se me acercaba y apoyaba una tijera en la zona de mi tercer ojo. Como si me pidiera que la corte con la actividad mental. Me desperté rara, como si hubiese sentido de verdad el frío del acero en la frente.

Después me acordé de Mar del Plata.

Fuimos a pasar unos días allí con mi mamá. Cuando estábamos descansando sobre la costanera, se acercó otra gitana. Siempre les tuve respeto, por no decir “miedo”.

Dijo que mucha gente me tenía envidia, que se notaba que había pasado por una situación triste, que tenía un gran corazón, el dinero no me iba a faltar, que sería feliz con un chico morocho.

No quise preguntar por él.

Mi madre no tuvo mejor idea que decirle que yo era tarotista. En verdad, no lo soy. Tengo un mazo de tarot y un oráculo con mensajes que me acompañan cuando necesito algún consejo. Pero en su mirada joven algo cambió, como si ella pasara a temerme a mí, a respetarme.

Somos espejos, comencé a repetir una y otra vez, clavándole mis ojos en los suyos. Somos espejos. Todo lo que vos me digas te va a regresar, lo bueno y lo malo. Espejito rebotín, le llamábamos en la primaria.

Nos dio unas ramitas de romero y dos llaveros con el ojo turco. Los más caros de mi vida. Todo lo dejé frente al mar, colgado sobre una reja. No quise cargar con la energía de la gitana. Superstición, gritaría Luis Alberto Spinetta.

Le hiciste el día, digo, por los treinta y dos mil pesos que se llevó, dijo mi madre.

 

Me gusta cómo se ve el cielo de Juan B. Justo a la altura de Lope de Vega, casi en su totalidad. Pocos edificios y casas bajas. El Sol ausente descansa detrás de un colchón de nubes blancas y grises, hace frío pero hay mucha humedad. Me toco la espalda y la siento evaporarse.

Ahora suena Tender de Blur otra canción que me conmueve y el tren la pisa de fondo. Me cruzo con una margarita aplastada en el pavimento. Ya estoy cansada, pero pongo atención a lo que pasa alrededor. La contemplación es una de las herramientas más importante para una escritora.

Aparecen un paseador de perros, un bulldog suelto, un cartel con el precio de las mandarinas. Pienso en la mala temporada cítrica que tuvimos este año, no lo puedo perdonar. No comí ninguna mandarina que sea un diez. Hasta a las frutas debería dejar de idealizarlas.

Escribo esto con la mente, apelando a recordarlo todo al regresar a casa. Me gustan más los textos que escribo cuando estoy triste, pienso. Me grabo audios en el chat que tengo conmigo misma con algunas ideas clave, puntualmente, lo de la margarita.

Escribir es tramposo, dice María Negroni en su libro El corazón del daño. “Decora el dolor, le pone plantitas, fotos, manteles y después se queda a vivir para siempre, en la capilla ardiente del lenguaje, confiando en que nada puede agravarse porque si ya duele, ¿cómo podría doler más?”

Y a mí me duele ver flores aplastadas. Cuando vuelva a pasar, voy a sacarle una foto. Registro todo lo que me convoca. Todo lo que alguna vez me marcó. Y escribo todo lo que registro, porque me encanta contar historias.

Llego al banco, extraigo la plata y espero que no ocurra ninguna salidera porque saqué cuatrocientos mil pesos. Este texto ya tiene un presupuesto de cuatrocientos setenta mil pesos. El más caro de mi vida.

Paso la lengua por la corona pegada y siento que todo está bien. Pero igual, temo que se despegue. Vuelvo a lamerla. Nunca confío en un cien por ciento.

Miro para la derecha y la izquierda antes de cruzar la vía del tren.

Unos pasos más y ahí está ella, en posición fetal.

Su brillo contrasta con el asfalto gris ciudad. Uno de sus brazos yace amarillento a centímetros. El tallo es un paréntesis y hay una rama cerca suyo como si hubiera intentado salvarla.

belleza

fragilidad

derrota

Me freno en la esquina de Juan b. Justo y Lope de Vega. Hay un arbusto lleno de margaritas: ella pertenecía acá.

La arrancaron, se la llevaron, la tiraron al piso y murió aplastada. Soportar algunas bellezas es difícil para ciertas personas. No es justo que las flores mueran así.

Sin embargo, pienso que en algún lugar de este planeta, hay otra estirando sus primeras raíces y eso me da calma.

Vuelvo a casa, pruebo mi sonrisa en el espejo del ascensor y la desarmo.

me siento

cara a cara

con mi cuaderno

y le cuento:

hoy

vi el cadáver

de una flor.

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