Eduardo Groh Riemersma está al frente del Refugio El Montecito de los Canichones, en Santiago del Estero, donde viven 400 perros, de cuales 40 son discapacitados y 100, viejitos. Fue Beethoven, que creyó que era siberiano, quien le dio un nuevo sentido a su vida. “Él fue el que me rescató”, asegura el hombre que considera que educar a los más chicos es fundamental para terminar con la crueldad hacia los animales
“Si no hubiera sido por Beethoven, hoy sería un boludo a pilas”, admite Eduardo Groh Riemersma. Lo dice porque en su vida de chico bien ignoraba todo lo que estaba por fuera de la “burbuja” en la que vivía, asegura. Desconocía que había perros que no eran de raza y que muchos de esos “callejeros” eran las lamentables víctimas de la crueldad más baja a la que el ser humano puede llegar.
Su vida acomodada en Santiago del Estero, cuando era estudiante de Ingeniería Forestal, dio un giro de 180 grados luego de haber sido atropellado a la salida de un boliche: quedó en coma a causa de los golpes, tuvo dos infartos y le llevó un año volver a caminar. Pero no se quedó en el dolor, sintió que algo muy interno había cambiado, al igual que su mentalidad y que había nacido en él la necesidad del compromiso. Se sentía en deuda por estar vivo.
“Tenía esa sensación de que algo tenía que hacer y comencé a ser parte de causas humanitarias, pero no era suficiente”, explica sobre el vacío que lo invadía hasta que llegó Beethoven, un cachorro sin raza que también había sobrevivido a un accidente, y que le enseñó de qué se trata la lealtad.
Luego, llegaron los primeros 37 miembros de la manada que dieron vida al Refugio El Montecito de los Canichones, donde hoy viven 400 canes rescatados del abandono, de las agresiones físicas, del abuso e incluso de las violaciones.
Cómo llegó Beethoven
Eduardo nació hace 46 años en Santiago del Estero y allí vive hasta la actualidad. Por legado familiar, inició la carrera de Ingeniería Forestal en la universidad pública de la provincia, pero no la concluyó porque se mudó a Alemania. Al regresar, se involucró en el proteccionismo, cambió de carrera y se recibió de licenciado en marketing.
Explica, con ladridos de fondo, cómo era su vida antes de convertirse en proteccionista y rescatista de perros: “Solo conocía mi burbuja y no había otro mundo. Al conocer un único lado, te vas de la realidad y generas una propia realidad en el mundo superficial o abstracto. Eso me pasaba”, recuerda.
Ese “otro lado” de la vida lo vio cuando menos lo esperaba y de la manera más sorprendente: “Crié dogos durante muchos años, conocía a las demás razas y pensé que así era la cosa; no tenía el concepto de ‘perros de la calle’ o ‘perro callejero’ porque no los conocía. En mi mente podría haber sido cualquiera de los que vivían con los peones en el campo que mis viejos tenían (se dedicaban a la cría de ganado). No supe que había perros abandonados hasta que se enfermó mi última dogo, Brunilda, y el padre de la que era mi novia me dijo: ‘Te voy a regalar un cachorro, por si le pasa algo, no te quedes sin un perro’. Le dije que sí porque me gustaban mucho los perros y se apareció con una pelota de pelo que parecía un cachorro de siberiano, ¡y me encantó! Lo bauticé Beethoven… Beethoven creció, se le cayó todo ese pelo y ahí me di cuenta de que de siberiano no tenía nada. Medio enojado fui a la casa de ese suegro y le reclamé: ‘¡Che, este no es siberiano!’, y me dice que no, que era un perro de la calle”, introduce cómo fue el inicio y qué significó para él ese primer contacto.
El sur de Santiago del Estero, donde vivía entonces con sus padres, es una zona mayormente agrícola, con plantas de silos para almacenar granos. “Allí, la gente abandona a los perros, los tiran. Y ahí fue abandonada embarazada la mamá de Beethoven y tuvo a sus nueve hijos; ella y los ocho hermanos de Beethoven fueron atropellados por un camión, pero él sobrevivió”.
Conocer el pasado del cachorro que saltaba a su lado, lo conmocionó al punto de sentirse mal consigo por haberse molestado porque carecía de no una estirpe que presumirlo. “Había sobrevivido a un accidente y yo también. ¡Ahí entendí todo!”, admite y agrega: “Ese día, él me rescató a mí porque, desde entonces, comencé a frenar la camioneta y a bajar los vidrios para ver si había otros perros abandonados en el camino, comencé a bajar el volumen de la música electrónica que oía para poder escuchar llantos o ladridos a los costados de la ruta y en los campos. Así comencé a buscar perros en las calles para darles una casa”.
Hasta ese momento, tenía una empresa que prestaba servicios para un gigante norteamericano, ganaba muy buen dinero y vivía acorde a ello, pero sentía que algo más falta: comenzó a compartir más tiempo con Beethoven y el trabajo, tal como lo conocía, dejó de ser importante aunque aprovechaba sus constantes traslados para volver a casa con un nuevo perro.
Ese nuevo tiempo lo usó para iniciarse en el rescate de perros abandonados. “A los primeros 37 los llevé a un predio de una hectárea donde yo tenía asentada las bases de la empresa, que daba servicios al campo, y tenía muchas herramientas, y también era inseguro porque entrábamos y salíamos con maquinaria y vehículos. Además de eso, ya nos quedaba chico y le pregunté a un amigo, que tenía terrenos, si había alguno disponible y ahí los llevamos: era un lote de 20 x 40 en las afueras del pueblo, en medio del monte. Lo compré y empecé a armar el refugio, El Montecito de los Canichones”.
Ya no hubo vuelta atrás. Vendió su empresa y se dedicó de lleno a su manada. “Trabajé 12 años en Bandera, el pueblo donde viví, y en 2016 me mudé a la capital, donde estoy actualmente”, cuenta el hombre que hoy aloja a 400 perros, cada uno con su nombre, en un predio de 4 hectáreas en la que hay una cabaña y lo llama Narnia porque está a 30 kilómetros de la capital de Santiago y no tiene energía eléctrica ni agua potable. “Abrís la puerta y es como entrar a otro mundo”, asevera. Al costado de ese hogar descansa Beethoven, que murió hace dos años.
Emocionado por lo que ese perro hizo en su vida, dice: “Uno puede juntar plata para comprarse el mejor auto y al perro no le importa de qué marca es si cuando te bajás le das una caricia, no le importa si llegás caminando… En ese tiempo, también me di cuenta de que muchas personas estamos acostumbradas a vivir para cosas magníficas y que un perrito en la calle vive con su simpleza, que le basta una caricia, esperarte y saber que la tendrá. Entonces empecé meterme más en esta lucha y fui dejando de lado también mi parte materialista”.
Misión cumplida
Eduardo cuenta que se especializa en “rescates traumáticos”, esto es ir a buscar a perros en situaciones críticas por abuso, crueldad, heridas y mutilaciones. Lo hace luego de ser alertado por las redes sociales, o en su propio celular, por algún vecino comprometido. Suele ir acompañado con algún veterinario miembro de su equipo.
“Los primeros rescatados estaban en la zona agrícola y en condiciones espantosas; si estaban vivos, estaban esqueléticos. El problema de la domesticación a la que los sometimos es que solos pierden el instinto de supervivencia; por eso, cuando los descartan en una o dos semanas pueden comenzar a desnutrirse por no saber alimentarse solos”, avisa.
Para él, el proceso de esas primeras intervenciones fue muy duro, pero desde el inicio lo asumió como lo que debía hacer y lo relaciona al accidente que sufrió el 5 de mayo de 1998, a los 24 años. “Salí de un accidente del que no debí haber sobrevivido por lo grave que fue”, dice agradecido y detalla: “Una camioneta de gran porte aplastó al auto en el que yo estaba, que era el coche de mi mamá. Había ido a bailar a un boliche del pueblo y a las 6 de la mañana me fui y busqué el auto que estaba estacionado a mitad de cuadra y ahí me impactó, no lo vi venir. Tuve dos paros cardiorrespiratorios, estuve una semana en coma y 15 en coma inducido. Luego pasé a sala común para recuperarme. Todo el proceso de rehabilitación me llevó un año. Recuerdo que al recuperar del todo la conciencia estuve 48 horas dando gracias por seguir vivo y comencé a sentirme en deuda con la vida porque de verdad zafé”.
Con esa sensación a flor de piel, comenzó a realizar acciones en torno a causas humanitarias. “Pero las personas después de ser ayudadas, si pueden, te cagan. Y yo seguía sintiendo que no estaba pagando mi deuda, hasta que llegó Beethoven. Por él decidí rescatar a perros, a los que nadie más querría, a los que estaban mal físicamente y sin importarme cuánto me afectara lo que veía”.
Del refugio se ocupa él y un grupo de empleados que trabaja desde las 8 de la mañana hasta las 5 de la tarde. “Acá no hay voluntarios. Si no se paga, no se hace nada”, lamenta y cuenta que cada día se levanta a las 6 para prender los fogones que aclimaten el lugar donde les servirá la primera comida del día. En la cabaña vive con unos 40 perros discapacitados y 100 ancianos.
“De los 400 perros que hoy están en el refugio, 400 fueron rescatados de lo peor, pero lo peor de la sociedad. En el punto donde reside el último límite entre la cordura y la violencia, o de la cordura y la locura, que es la violencia humana contra los animales. En esos casos me llaman los vecinos, porque hay una gran comunicación creada en Facebook que manda el alerta, y cuando interviene la policía”, repite y amplia cómo se maneja: “Acá hay muchos grupos proteccionistas y a ellos les dejamos los casos menos graves; nosotros vamos a buscar perros víctimas de la violencia extrema y por vocación me dedico más a los discapacitados y ancianos. Al refugio van los que nadie quiere y los casos más extremos”.
El objetivo es que allí vivan el resto de sus vidas, pero si aparecen personas que les puedan ofrecer un lugar mejor, los pueden adoptar, contrato de por medio.
La otra pata, que considera necesaria en su labor, es la educación como camino mediato para poner punto final a la crueldad animal.
“Creemos que el camino es educar desde la concientización en los niños, que el día de mañana no les pidan a los papás que les compren un perrito sino adoptar uno, y que luego de haber conocido a un discapacitado desee cuidar de uno. La educación desde el jardín de infantes es el mejor camino, por eso el refugio, es un nodo en ese camino. Vamos a las escuelas, a los jardines, a nivel primario y terciario a dar clases de concientización con mis perros, llevo a mis perritos discapacitados y se genera un círculo de amor inevitable”, afirma.
Entre las campañas que desde el refugio apoya están las de esterilización masiva, pública y gratuita, y las adopciones responsables. “Todos los perros que no son discapacitados ni viejitos están en adopción por medio de la veterinaria, esto nos asegura que esa persona tienen la costumbre de llevarlos al médico, y les hacemos un contrato de adopción con seguimiento”, aclara.
*Quienes deseen contactarse con El Montecito de los Canichones puede escribirle a Eduardo al WhatsApp +54 9 3855 876977